Friday, September 13, 2013

(Sobre)valoración tributaria de bienes y derechos

Con frecuencia, mayor aún en tiempos de crisis económica, la hacienda pública tiende a (sobre)valorar  de manera poco realista los bienes y derechos objeto de transacción que sujeta a tributo(s).

Cómo no podía ser de otra manera, la Ley somete esas valoraciones a reglas que se quieren más o menos objetivas, pero que, en la práctica, a menudo llevan a resultados arbitrarios que tienden a sobrevalorar el montante de las operaciones.

Un ejemplo claro es la valoración de inmuebles que siguen haciendo las CCAA para liquidar el ITP, donde se empeñan en valorar las casas conforme a los tiempos de bonanza.

El problema tiene fácil solución: si la hacienda pública competente discrepa del valor asignado a una operación (1) debería tener plena libertad para darle el que estimase pertinente, pero, correlativamente, si así lo hiciera (2) el sujeto pasivo del tributo debería tener derecho a retractarse de la operación, sin consecuencias tributarias ni civiles, y la hacienda quedar obligada a hacer la adquisición en las mismas condiciones originalmente pactadas por las partes y liquidadas, pero al precio en que ella la valoró.

No lo veremos, claro.

Wednesday, June 26, 2013

El mal llamado Derecho al Olvido

ACTUALIZACIÓN: el 13 de mayo de 2014, casi un año después de escrita esta entrada, el TJUE dicta su sentencia, apartándose radicalmente de la opinión del abogado general que más abajo se cita. Me parece una pésima sentencia, para el derecho a saber, como se dice, The Solace of Oblivion: In Europe, the right to be forgotten trumps the Internet (Jeffrey Toobin, Sep 29, 2014)

La reciente opinión del abogado general del TJUE (caso Google vs AEPD) ha vuelto a poner en el candelero el mal llamado derecho al olvido.

Una de las cosas que se reclama en el procedimiento español que da lugar al proceso europeo donde esa opinión se ha manifestado es, en esencia, y parodiando el caso concreto, lo siguiente:  si usted da un golpe de estado, lo pillamos y lo metemos unos años en la cárcel, usted reclama el derecho a exigirnos a los demás que nos olvidemos de lo que hizo e incluso que no lleguemos a saberlo, al impedir que los buscadores de internet nos dirijan a las páginas de los periódicos en las que en su día se dio noticia de sus actos, juicio y condena; podría incluso impedir que los buscadores nos dirigieran a las mismas actas del juicio, por más que la justicia se hubiera impartido lícita y públicamente en nuestro nombre.

Por supuesto, la razón de fondo que se alega como subyacente a tal pretendido derecho es que usted, después de hacer lo que hizo luego se volvió bueno (o al menos no ha vuelto a dar un golpe de estado del que nos hayamos enterado) y ya no le conviene y no tiene por qué soportar que nosotros nos acordemos o sepamos lo que hizo, no vaya a ser que le miremos mal aun después de que usted se haya reformado e incluso lleve escapulario y cumpla otras penitencias, algo a todas luces inadmisible, ¡adónde vamos a parar!

Para que una pretensión tan ridícula pudiera no ya plantearse sino avanzar e incluso prosperar era imprescindible que la sociedad en la que la misma surge haya perdido el norte del todo: no solo que quien eso pretende ande desnortado o sea un desahogado (oiga, que quien no llora no mama), sino que los mil y un órganos y normas sociales que nos hemos dado para mejor convivir, y las personas que hemos de usarlos y aplicarlas en nuestro bien, vivamos en un estado de estupefacción tal que con mucha prosopopeya y sin el menor sentido del ridículo, incluso con orgullo, exhibamos alegremente nuestra confusión entre las témporas y el derrière.

Aunque el abogado general argumenta jurídicamente por qué esa pretensión debe descartarse, lo que más me ha asombrado es que el asunto le ha parecido complejo de elucidar ("La pléyade particularmente compleja y difícil de derechos fundamentales que presenta el caso de autos...", dice en el párrafo 133 de su opinión). Yo lo habría rechazado de plano, sin más concesiones ni elucubraciones, con un más que merecido ‘ande, váyase usted a freír espárragos’. Pero no. El insoportable entramado legislorreico que con alegría digna de mejor propósito nos hemos dado ha obligado al señor abogado general, y a otros muchos, a hincharse de palabras y conceptos incomprensibles para decir lo que ni se tendría que haber dicho, que un buen sopapo a tiempo evita luego muchos males.

Como señaló la Escuela de Fránkfort en la primera mitad del siglo pasado, y La Biblia (Evangelio de San Juan, 1:1-13) más de dos milenios antes, lo primero es el verbo. Siguiendo esa enseñanza, la ingeniería social desde arriba (esto es, ejecutada por las élites ilustradas con los boletines oficiales y las cátedras en las manos, y no por el cotidiano desarrollo de nuestras vidas), tan en boga desde hace demasiado tiempo, y otras ingenierías tanto o más sofisticadas que la anterior se pusieron manos a la obra para distorsionar las palabras y los conceptos que con las mismas se pretenden transmitir, de manera que la plebe traguemos carros y carretas y encima aplaudamos, con las orejas, claro está, pues la confusión con que se nos ha inundado hace deseable cualquier indicación ‘ilustrada’, y necesariamente simplona y salvadora, para ‘mejorar’ nuestras vidas (¡uy que alivio!, esos que saben mucho dicen que eso es lo mejor para nuestro bien; yo es que entre tanto lío no me aclaraba para nada).

El abuso de esa técnica ha conducido a que las palabras, sobre todo las importantes, apenas signifiquen nada, pues el uso que se les da se aparta esencialmente del concepto que las mismas querían expresar hasta el punto de hacerlas decir justo lo opuesto de lo que en apariencia indican. Vamos, que en vez de aclarar confunden.

El mal llamado derecho al olvido es uno de esos casos. En realidad, quienes abogan por el ‘derecho al olvido’, como derecho de la persona, lo que en realidad reclaman es su derecho a obligar a los demás a olvidarse o no conocer lo que ellos hicieron, bueno o malo, aunque su publicación hubiera sido lícita.

No reclaman su derecho a olvidar (que nadie les niega y, en todo caso, ya me dirán ustedes cómo se come eso, como no sea a base de litronas a tutiplén desde la más tierna infancia, para eso de favorecer la oxidación acelerada de nuestras células) sino que en realidad reclaman el derecho a imponernos a los demás que nos olvidemos (otra vez, ¿cómo se hace eso?) o no lleguemos a conocer lo que hicieron, bueno o malo.

Y encima aún no está claro cómo se resolverá el asunto finalmente, que todavía podemos llevarnos sorpresas. Cosas veredes, amigo Sancho.

Friday, June 07, 2013

Nadie quiere estar equivocado

Estamos dispuestos a aceptar casi cualquier explicación de la actual crisis de nuestra civilización, salvo una:  que el estado actual del mundo sea resultado de un genuino error nuestro, y que la persecución de algunos de nuestros más queridos ideales parece haber producido resultados muy alejados de los que esperábamos.
Hayek, Camino a la Servidumbre (1944)

No creas todo lo que pienses.
Anónimo

Parece lógico pensar que si los resultados de nuestros actos no son los esperados nos planteemos la corrección de las asunciones que los determinaron, para ver donde erramos. Pero lo cierto es que la mayoría casi nunca reaccionamos así. Lo más frecuente es que nos enroquemos, buscando todo tipo de excusas y chivos expiatorios, para no reconocer que nos equivocamos en nuestras percepciones. Y ello es más cierto cuanto menos conocemos los elementos del asunto en concreto.

Además, junto a las personas de bien suelen concurrir las personas de mal, los vendedores de crecepelo, que no es que se equivoquen, sino que apelan a los buenos sentimientos de los demás (o a sus necesidades o debilidades) con fines torcidos. La buena cara que suelen presentar hace que no sea tan fácil su detección.

Ambos elementos resultan en lo que Umbral redujo magistralmente a un sarcástico 'la gente rebosa buenos propósitos'. Ese resultado hace muy difícil la reacción tempestiva de las sociedades y a menudo ha provocado enormes males. Tan enormes que, a toro pasado, hace increíble que los errores que los provocaron hubieran pasado desapercibidos a tantos.

Y lo cierto es que, al mirar atrás, comprobamos que algunos detectaron los desvaríos y alzaron la voz de alarma, sin resultado, como no fuera el desprecio generalizado, en el mejor de los casos (hay que reconocer que suenan tantas alarmas injustificadas a diario que no es extraño que hayamos desarrollado un mecanismo inconsciente de supresión del ruido; mecanismo que coadyuva a que no prestemos atención al aviso justificado).

Poco a poco vamos conociendo mejor cómo funcionamos, pero aún estamos muy lejos de entendernos lo suficiente como para eludir esa tendencia al autoengaño (reforzada por la acción de quienes conscientemente nos quieren engañar) que con tanta intensidad nos domina y que tantos males nos causa y hace que provoquemos.

Frente a ello solo nos queda ejercitarnos para evitar el vicio del autoengaño y estar alerta ante los engaños buscados por los avispados.

Y ese esfuerzo intelectual (y de control de las emociones y de nuestro inconsciente) exige trabajo, como el ejercicio físico, pues aún no dominamos la infusión de la ciencia ni San Google ha desarrollado el algoritmo y el interfaz necesarios para dárnoslo mascado e indoloro.

Thursday, May 30, 2013

En Oriente Próximo lo tienen claro: en Europa no hay quien viva

A los 87 años, el pasado enero falleció Zvi Yavetz, israelí de origen rumano, historiador del Imperio Romano (centrándose en la plebe más que en los emperadores) y fundador de la Universidad de Tel Aviv, desde la que animó y guió a muchos que luego han sido grandes profesores e historiadores, como Shlomo Ben Ami, exembajador de Israel en España. En un pequeño obituario sobre Yavetz que sus amigos escriben para la ocasión, destacan su característica definidora con una cita del fallecido:
Mi fiera oposición a los reglamentos rígidos no se deriva de una falta de principios. Al contrario, yo quiero estar sujeto a unas cuantas reglas básicas, pero a lo largo de mis años en la Universidad de Tel Aviv me negué a ser esclavizado por reglamentos cuyo único propósito era hacer la vida más difícil al individuo y más fácil a la Administración.
En 2005, Peter Grimsditch, libanés de origen británico y director del periódico libanés Daily Star, decía que en Beirut florecía una "anarquía civilizada" y, además, comparaba la vida en su ciudad con la vida en Europa; así:
No he estado en ningún otro lugar del mundo [se refiere a Beirut, claro] donde haya sentido una menor opresión del estado sobre mí. Europa es absolutamente insoportable.
En Europa tendemos a mirar el Oriente Próximo, y a sus habitantes, con condescendencia. Pero, como vemos, aquellos de nosotros que se fueron para allá, no querrían volver para acá. Y lo peor es que su crítica no puede ser más atinada.

Como bien han sabido siempre los comerciantes de crecepelo y jarabe curalotodo, para vender lo invendible hay que apelar a los deseos más básicos del consumidor, engañándole.

Con ese método bien aprendido, los estados europeos llevan años aniquilando el libre albedrío de sus ciudadanos. Podemos afirmar que las personas en Europa nunca hemos tenido menos libertad que hoy; que nunca el estado ha sido más opresor. Sin parangón. Y sin matices. Por supuesto, todo ello con la excusa de ampararnos frente a los poderosos, de buscar nuestro bienestar.

Pero la realidad es que el único beneficiario de la opresión estatal es la comodidad y bienestar del administrador, no de los administrados.

La jungla regulatoria, tan voraz y expansiva como la jungla vegetal, ha acabado con las personas y ha impuesto inmesericordemente el rebaño. Por eso nos ocurre como a las ratas del Flautista de Hamelín, que alegremente caminamos a nuestra muerte siguiendo la música con que el iluminado pastor de turno nos embelesa.

Salir de ese encanto es cada vez más difícil pero a la vez más imprescindible. Si no lo hacemos acabaremos todos bien ahogados, irremediablemente.

Tenemos que exigir que las reglas que hayamos de seguir y se nos puedan exigir sean pocas, como los Diez Mandamientos, y, ojalá, bien elegidas, aún a costa de ponérselo más difícil a la Administración, incluso de disminuir nuestras falsas certezas y seguridades.

Claro que es más fácil recaudar impuestos si la Administración puede entrar libremente en nuestras casas y si hemos de comunicarle incluso cuando vamos al baño, en el correspondiente formulario legalmente aprobado, claro está, pero eso conlleva necesariamente acabar con nuestra creatividad convirtiéndonos a todos en contables y funcionarios, en rebaño. Y lo peor es que si bien muchos son aptos para serlo otros muchísimos carecemos de la menor aptitud para ello y, por tanto, nos amargamos y finalmente nos ahogamos en un mar de insatisfacción y desesperación.

UPDATE: el expresidente Aznar parece coincidir con el diagnóstico, o al menos eso parece deducirse del titular de un periódico que da cuenta de su intervención en el Club Siglo XXI, Aznar exige un sistema fiscal "al servicio de la sociedad, no de la administración", donde dijo:
"Nuestro sistema fiscal no se adapta a la sociedad de hoy. Es necesario cambiarlo y ponerlo al servicio del empleo y del crecimiento, no al servicio de las administraciones".
UPDATE: y, como nos advierte el profesor Jonathan Turley en el Washington Post, lo cierto es que en todos lados cuecen habas, que EEUU no se diferencia gran cosa de Europa, en lo esencial, pues allá aún queda un mínimo de vergüenza, aunque no tanta, y un bastante de sociedad activa:
“nuestro cuidadosamente levantado sistema de controles y equilibrios está siendo ninguneado por el surgimiento de una cuarta rama de gobierno, un estado administrativo de crecientes departamentos y organismos que gobiernan con creciente autonomía y decreciente transparencia. (...) la mayor parte de las normas... no son aprobadas en el Congreso sino emitidas como reglamentos, elaborados en gran medida por miles de burócratas innominados e inalcanzables. ... [en 2007] el Congreso aprobó 138 normas, mientras que los organismos federales [- de los que ahora hay 69 -] aprobaron 2.926 reglamentos.”
Con ocasión del descubrimiento de la captación de datos de operaciones teléfonicas e internet ordenada por la Agencia de Seguridad Nacional de EEUU A. Barton Hinkle señala:
"El estado administrativo se está haciendo con el control no solo de la función legislativa, también de la judicial: Turley publica que 'es 10 veces más probable que un ciudadano sea juzgado por un organismo que por un auténtico tribunal.' Y tal repugnante organismo, como quiera que se llame, no se para en la frontera del estado federal."
"(...) Los políticos vienen y se van [no tanto, digo yo, que algunos se quedan hasta que los enterramos]; pero los organismos autónomos y la vigilancia masiva han venido para quedarse. Las elecciones siguen siendo bastante importantes en EEUU, pero ahora son menos importantes de lo que lo fueron - y menos de lo que deberían."
Bien lo sabemos en España: no se para ni por arriba (de la Unión Europea, ONU, OCDE, FMI, ...) ni por abajo (de las CCAA, Diputaciones, Ayuntamientos...). Ya nos gustaría a nosotros tener solo 69 de esos organismos de que habla Turley.

Aviados vamos. Avisados también.

Sunday, March 31, 2013

La evolución es mejor que la revolución


Un artículo de Daniel Gordis sobre la elección de la nueva jefatura del rabinato israelí me recuerda una idea querida y recurrente, la que evoca el título de este brevete.

Algunos momentos obligan a la revolución: en general se trata de momentos de liberación, cuando es necesario el uso de la fuerza para romper un yugo anacrónico, innecesario e inmisericorde.

Mi percepción es que esos momentos han sido extraordinariamente raros y lo son aún más hoy. Mi convicción es que la evolución llega más lejos, mucho más lejos, que la revolución y que lo suele hacer más rápido, mucho más rápido.

Cuando afirmo que los momentos que exigen una revolución han sido muy raros no quiero decir que no hayan abundado, solo que los verdaderamente útiles han sido escasísimos.

Y eso en la historia de los últimos treinta siglos. En la historia reciente, desde la extensión de nuestras balbuceantes neodemocracias, aun paupérrimas, siento que las revoluciones son, en esencia, absolutamente innecesarias y siempre dañinas. Desde luego son, sin duda, antidemocráticas, aunque esto en sí sea insignificante.

La potencia del conocimiento y la inteligencia colectivos de la humanidad es tan obviamente superior a los individuales y grupales que no llego a alcanzar cómo se puede abrazar el iluminismo sectario propio de toda revolución.

Mi análisis concluye que la revolución es, necesariamente, fruto del iluminismo de algunos (aunque arrastre a muchos) y, por ello, más ineficaz que la evolución destilada por la suma de todos.

La Singularidad, ese momento de la historia, a la vuelta de la esquina, en que el hombre trascenderá su bilogía, según Ray Kurzweil, culminará una realidad que ya vivimos: la humanidad compartirá un cerebro. Frente al temor de algunos, otros creemos que eso no acabará con la subjetividad ni con la humanidad.

Así, ¿qué lleva a muchos a seguir ansiando la revolución, a pensar que ésta puede sernos más útil y eficaz que la evolución?