Thursday, October 30, 2008

La rubia me lleva al Extremo Oriente en busca de Laura y Jason y a ver jardines zen

Sí, sí, es verdad, Susan logró sacarme de la cama, desperezarme y pasearme por medio mundo a trote ligero.

Corrió su riesgo, aunque conmigo siempre juega con ventaja, qué se le va a hacer, pero le salió bien y a mí me gustó la cosa. Además hice miles de fotos, ¡vaya cognazo, tú!

La cosa empezó con la ocurrencia de Roger, Stirk y otro de enviar a Laura y Jason a Corea, a diseñar el que por unos meses será el rascacielos más alto de Seúl (once pisos hacia abajo y 67 hacia arriba, creo) y la gigante manzana que lo rodea.

Aunque Susan protestaba que era una locura ir, que no estaban las cosas para líos - además de mi conocida aversión a los viajes relámpago, más si son largos, y de las previsibles demandas de los abogados de Willy y Sadie por abandonarles inmisericordemente -, enseguida se sobrepuso a los inconvenientes y sacó los billetes: antes de que me diera cuenta estaba en Barajas, subido en un avión de Air France volando (AF 1701) hacia el Charles de Gaulle parisino, donde nos subimos en un jumbo de Korean Airlines (KE 902) camino a Incheón, el aeropuerto de Seúl (en la foto).

Luego, y antes de volver a casa, hubo un vuelo a Tokio en Japan Airlines (el JL 954 a Narita, el aeropuerto más alejado de la ciudad), un paseo en shinkasen hasta Kioto y de ahí, tambien en tren, a Kansai, uno de los aeropuertos de Osaka, de donde volvimos (JL 963) a Seúl, a pasar más rato con J&L.

A casa volvimos en el KE 901 hasta París y en el AF 2300 a Madrid, aunque incialmente debíamos haberlo hecho en el AF 2100, que salía un poco antes pero cuya conexión perdimos por poco (a pesar de la advertencia roja que premonitoriamente colocaron a nuestras maletas al salir de Seúl).

En doce días y entre tanto ajetreo viajero me dió tiempo para quedar cautivado por estos orientales: entre ellos no hay gordos (salvo los luchadores de sumo, claro) y eso de la civilización lo entienden de otra manera, no sé, pero creo que nosotros andamos un tanto despistados.

No se ven jóvenes tipo botellón, ni adolescentes hablando como verduleras, ni niños aleccionando a sus mayores (ni a mayores bajando la cabeza ante tal majadería)... y eso que los japos parece que beben animosamente y rápido, y que jóvenes vimos en abundancia. Tanto en Corea como en Japón podías comer (ejem, luego hablamos de eso del comer) en la calzada de las calles... por estarlo, estaban relucientes hasta las vallas de las obras o los camiones. Y qué decir de los taxis, si los taxistas conducen con guantes blancos y los asientos van cubiertos con fundas de encaje también de un blanco reluciente...

Tienen fama de enlatarse como sardinas para ir al trabajo en metro, pero, sin necesidad de fijarse en las quince piedras del jardín zen del templo Rioanji (en la foto), cualquiera que les vea esperando a cruzar la calle o que mire cómo circulan sus coches en plena vorágine comprende sin gran esfuerzo que lo de esta gente es otra cosa, no sé, parecen civilizados y educados.

Verles dándose las gracias por cualquier cosa y haciéndose reverencias a la menor ocasión te hace sentir que nosotros hemos perdido el este. Me recordaron a la gran y bella Irene, capaz de derretir a un sicario enganchado con su amabilidad. Pero como ella ya no quedan por aquí, mientras que por allá todos son así; y si no tan listos como Irene sí tan amables, que es lo importante ¿no?

Jason y Laura nos mimaron, y también se alegraron de recibirnos. Yo les vi bien, encantados con el trabajo, divertidos con los viajes que hacen para conocer esos mundos, aficionados a la comida coreana - lo cuál es de nota... a mí me ha permitido adelgazar otro kilo -, pasablemente relajados entre sí, conociendo gente, hablando coreano - campsamidáaa, dicho con cierto tono cantarín final -, con buena pinta, bastante en forma, en fin, en un momento dulce. Susan estaba muy contenta, de ver al niño bien y tan guapo y tan bien acompañado.

Viven en el distrito de Yeongdong-Jamsil, al otro lado del río, en el barrio Gangnam-gu, muy cerca del parque Samneung, un bosque de pinos donde están Seolleung, con los túmulos del rey Seongjong, 9º rey de la dinastía Joseon, y de su mujer, la reina Jeonghyeon, y Jeongneung, con el túmulo de su hijo el rey Jungjong (las cúpulas verdes de los árboles de ese bosque se ven al fondo de la foto, tomada desde el baño de J&L).

Su casa está en la planta 16 de un apartotel de lujo, el Oakwood Premier (todos los taxistas lo conocen, pero tienes que pronunciarlo en sílabas descompuestas, algo así como o-ok-wu-ud), con magníficas vistas y, aunque no está en el centro de la gigantesca ciudad, tiene una ubicación muy conveniente. Está encima de un par de centros comerciales y de otro de convenciones, el COEX, y de una parada de metro (la 219, Samseong, en la línea circular 2, la verde), y al lado de una parada de múltiples autobuses (los 301, 361, 362, 2415, 3217, 3218, 3411, 3412 y 3414 les llevan a su oficina en tres paradas - en la foto una calle próxima - y diez minutos escasos).

El edificio está al otro lado de la calle de la más que conveniente City Air Terminal, adonde llegan y de donde salen las lujosas City Air Limousines (línea 10B) que, a 14.000 wanes por barba, aunque en el Oakwood te hacen un pequeño descuento, te llevan o traen al/del aeropuerto en una hora, algo más si es hora de atascos. Como los wanes no cotizan, los puedes cambiar en el mismo aeropuerto (a ± 1.700w=1€, ahora creo que algo más).

También tienen al lado el gigantesco casino Seven Luck y el templo budista de Bongeunsa (fotos un poco más abajo), donde Susan y yo nos metimos, en el templo, que no en el casino, claro está, en una ceremonia repleta de feligreses y cantamos salmos, sobre todo Susan que aunque no podía entender la letra sí podía leer la música que nos dieron al entrar (foto con los salmos al lado): en El Pilar no me enseñaron a leer música, y no creo que se lo perdone nunca.

Pasamos los fines de semana en Seúl con ellos, y entre semana les dejamos laborar con sus presentaciones y trabajos y nos fuimos a Tokio, primero, y a Kioto, después.

En Seúl, mientras ellos trabajaban, viajamos en metro y autobús, paseamos por Insadong, el Portobello road de Seúl (pero solo con turistas coreanos), y visitamos correos, donde nos conectamos a internet, y vimos algunos de los tesoros nacionales.

Luego ellos nos llevaron al Palacio Gyeongbokgung, el principal palacio de la dinastía Joseon (la foto del principio es de uno de sus lagos y edificios anejos, creo que el Geungjeongjeon, y la de un poco más arriba de sus guardias).

Al lado del palacio nos paramos a tomar un refrigerio en la terraza (en la foto) del Museo Étnico... que luego visitamos: ¿que me decís de la rueda del palanquín?

Al salir del palacio te encuentras con un barrio de galerías y tiendas, donde también vive el primer ministro, y hay gran bullicio. La instalación de la foto la vimos por allí, en un edificio con un muro de hormigón que parecía de Tadao Ando, y donde nos acabaron llamando la atención por hacer fotos de la exposición.

Hubo deliciosos paseos (se nos han quedado unos culos la mar de duritos) y comidas y cenas - lo mejor de su comida es la barbacoa - y algo de compras por sitios enrollados. También nos llevaron al mercadillo de Namdaemum (en la foto), y otro día a uno de cosas tecnológicas, el TechMark, y a un pueblo tradicional en Chungmuro, en el centro de la ciudad, donde vimos una deliciosa actuación de cuatro coreanas moderno-tradicionalistas con instrumentos clásicos electrificados: iban con las piernas al aire en un día lluvioso, y el más fresco de los que tuvimos en el viaje... y la audiencia no era tan expresiva y responsiva como a ellas les hubiera gustado.

También visitamos y comimos en el barrio de su oficina (lleno de love hotels, en la foto unos en Shibuya, Tokio, semejantes) y calles, anchas y estrechas, y.... El último día paseamos y comimos (en el restaurante, todas las mesas estaban ocupadaspor mujeres, Jason y yo eramos los únicos hombres, algo muy frecuente en Seúl, donde las mujeres campan por sus respetos, y no solo las curley hair, matronas mandonas y agresivas, las únicas agresivas, que pululan por la ciudad), decía que paseamos por el barrio de las tiendas de moda, el Myeong-dong, el único en el que abundaban unos preciosos árboles... con unas bayas apestosas. Aquí aprovechamos para comer algo pasablemente decente, ummmm!, y Laura para comprarle un bol lacado kioteño a Mari Carmen, su mamá. Ya en Madrid se lo dimos cuando vinos a vernos a casa, y le gustó mucho; la verdad es que era muy bonito.

En el Top Cloud, elegante, precioso, modernista y decadente grill bar en el piso cincuenta y pico del edificio The Shilla, donde nos atendieron con educación y arte, escuchamos a unas chicas cantar y tocar bonito, nos bebimos unos Jamesons, no nos comimos unas delicosas tartas que tenían y, después de sacarnos la foto de recuerdo que véis, Jason y Laura se toparon con el cónsul español, que resulta que era amigo de un amigo... lo que es la vida y el azar... casi cuántico.

Y, claro está, nos hicieron subir a la Torre Namsan N de Seúl... andando. Dijeron que subiríamos en funicular, y de hecho nos llevaron en taxi hasta su base, pero... Y también la bajamos andando, claro está. Nos negamos a escalar del pié de la torre al mirador y cogimos el ascensor. En cualquier caso, el ejercicio de los últimos tiempos (y el abandono del humo) nos permitieron hacer el ascenso bastante bien. Susan y Laura incluso hicieron algunos estiramientos en unas paralelas que encontraon casi en la cima (después dijeron que sentían sus espaldas mucho mejor).

Lo primero que se ve al salir del ascensor de la Torre es el ventanal que apunta a Madrid (a 10.009 km) - la Comunidad de Madrid debería darles las gracias por la impagable publicidad que se le hace -; en el ventanal que en dirección opuesta apuntaba a New York (a 11.061 km) nos hicimos una foto los cuatro para mandársela a Daniel y Kelly. Beijing, según otro ventanal, les queda a poco más de 900 km.

Incluso antes de llegar a Corea tuve un atisbo de la comida que nos esperaba pues en el avión de la Korean Airlines que nos llevaba a Seúl nos ofreciero elegir entre comida occidental o el bibimbap, o algo así: un pastiche de arroz apelmazado, con mucho picantes y alguna cosilla, y una sopa, o agua sucia, de algas o algo así. Susan se fue a por la carne, mientras que el tonto de turno eligió el bibimbap. ¡Uaghhhhh!

Ya en Corea me introdujeron en la otra delicatessen nacional, el kimchi, o col fermentada que cada familia adereza con un picante más o menos particular, vamos, como en España ocurre con las aceitunas. Yo no podía pasar cerca sin taparme las narices, pero Jason dice que ya le gusta bastante, y Laura se lo comía con ganas, incluso participaron en unas degustaciones con las que nos encontramos. Susan, como es habitual, se lo come todo, incluso el kimchi, y encima le gusta, aunque eso del bibimpap le pareció una mala cosa.

Pero la cúspide de su cocina son los gusanos de seda fritos: son capaces de apestar a kilómetros de distancia como pudimos atestiguar en nuestra bajada de la Torre de Seúl: incluso Jason, tan coreinizado gastronómicamente, se apretaba la nariz para huir del olor nauseabundo. En Madrid hay un restaurante coreano, Shila, en la calle Panamá, 4 (Tel. 914 578 833), casi en la Castellana, frente a la entrada de la Oficina de Patentes y Marcas del Ministerio de Industria: Susan y yo habíamos comido ahí y nuestro recuerdo de la comida era bastante bueno (en fin, el mío peor, pero pasable). Mari Carmen nos dice que a ella la llevaron, o la iban a llevar, a otro por Embajadores. Ya nos contará.
...

Tokio

Habíamos pensado ir primero a Kioto (en la foto una de sus calles con canal, entre el Palacio Imperial y del templo de Heian)y luego a Tokio pero Jason, con buenos argumentos, nos hizo invertir el itinerario. Con la ayuda de Laura no dieron muchas pistas sobre lo que era imprescindible ver, con un natural sesgo hacia los edificios. Ya Lidia, al aconsejarnos y dejarnos guías y planos, aún en Madrid, nos había advertido de que tendríamos que elegir, porque verlo todo era imposible en tan poco tiempo. Somos cabezotas, pero incluso nosotros sabíamos que tanto era inabarcable en tan poco tiempo.

La cosa, en definitiva, era optar por dos o tres barrios y pateárselos hasta agotarse, dejando los demás para otras visitas. Pierre nos había recomendado la visita al mercado de pescado, pero advirtiendo de que "no a todo el mundo le apetece levantarse a las tres de la mañana para comer sushi..." La verdad es que a mí me apetecía, por el jaleo más que por el sushi, claro... pero, llegado el momento, mi cuerpo no pudo ni planteárselo.

Así, llegamos a Narita y cogimos el autobús que nos llevaba a Shibuya, donde estaba nuestro hotel. Tiene dos paradas, muy próximas, la propia estación de Shibuya y la anterior en el próximo Hotel Cerulean, que tiene un bar arriba con vistas estupendas, dice, pues que nosotros no acabamos teniendo tiempo (o ganas) de subir. Decidimos, por consejo de otros viajeros, bajarnos en el hotel y ahí coger un taxi al nuestro, que estaba al lado, pero no era cosa de dar vueltas en medio dela noche con el equipaje a cuestas tras 15 horas de viaje.

Lidia nos había recomendado la zona para dormir, por estar en una zona de tiendas y muy céntrica, así que llegamos al TokyuStay, apartotel en que ella había estado con su madre, aprovechando que ésta hacía un curso de la Unión Europea.

La ubicación ideal, pero el hotel regular, y un tanto caro para Tokio. Cambiamos de habitación cinco veces (en las últimas yo me quedé en el hall leyendo un periódico mientras larrubia se encargaba de las gestiones), por peste a tabaco o alcohol, hasta que aceptamos quedarnos con una más pequeña pero de no fumadores: nos hicieron una rebaja mínima por bajar de status. Lo mejor, su proximidad a los love hotels, a la estación de Shibuya y el desayuno europeo que te daban hasta las 9:00: ¡mmmmmm! Visto lo que luego vino no me quedan más que magníficos recuerdos hacia estos desayunos.

Japón nos recibió, como Corea, con un tiemnpo maravilloso, que mantuvo todo el tiempo de nuestra visita, donde 23º nos permitían andar en mangas de camisa hasta bien entrada la noche.


Esa noche de nuestra llegada, dejamos las maletas y corrimos a la calle, con hambre. Y como en la vida hay que tener buena información y un tanto de suerte, Susan se acordó de que Jason nos había recomendado un restaurante de tempura por Shibuya: sin preguntar a nadie, y cuando yo andaba refunfuñando, no recuerdo por qué, Susan me llevó sin dudar a un templo maravilloso: el Tenmatsu (Tel 03 (3462) 2815, 1-6-1 Dogenzaka, Shibuyaku), templo de la tempura. Esta primera noche nos pedimos el Ran, con ocho frituras diferentes, y vino tinto; la segunda noche, nos conformamos con el Kiku, solo 6 frituras, y abundante sake. No os podéis hacer una idea de la ilusión que les hizo a los del restaurante vernos por segunda vez, pues se ve que no muchos turistas repiten. El chef de la primera noche se llamaba Okada; al de la seguna noche no le preguntamos el nombre. Uno de los mejores pescados que nos dieron era el kissu, que gracias a uno de esos raros japoneses que hablan inglés, y que además en este caso sabía de peces y comidas una hartá, supimos que es el snapper, cuyo nombre enespañol he sabido pero no recuerdo (tras unas vitaminas, recupero la memoria: perca).

He de reconocer que yo soy más de tempura que de sushi o sashimi (a Lili le encanta el sushi, así que el día que vayamos juntos la llevaré al Hotel Okura donde, según Pierre, están siempre los mejores maestros sushieros). La tempura la llevan los jesuitas a Japón en la época de Azuchi Monoyama, a caballo entre los siglos XVI y XVII). Mi tocayo san Francisco Javier llegó a Japón en 1549. Dicen que luego los japoneses la mejoran, la hacen más fina. En no poca medida me recuerda a las frituras sevillanas, donde también las hay más burdas y más finas.

Amanecíamos muy temprano (yo dormía de 22:00 a 23:00 y luego me desvelaba hasta el amanecer) y, después de desayunar ricamente, ¡ayyyyy! nunca se lo agradeceré lo suficiente al TokyuStayShibuya, nos dedicamos a patear la calle, por barrios, aunque también cogimos el metro, el tren y el suijo bus (el barcobus que tiene varios recorridos por el río Sumida; uno de los recorridos, con los puentes que se cruzan, en la foto).

En la estación de Shibuya conocimos a Hachico, el perro leal donde se cita la gente, y aprendimos a sacar billetes y demás.

El primer día cogimos la línea naranja del metro, la Línea Ginza, y nos la recorrimos completa hasta Asakusa, la Shitamachi, la ciudad baja de Edo.

Callejeamos hasta asomarnos a la Puerta del Trueno (Kaminari mon) por la que se entra a una calle de tiendas y puestos, la Nakamise dori, que conduce al Senso-ji, dedicado a la diosa Kanon, donde todo el mundo enciende y se abanica incienso, y echa monedas y a cambio pide cosas, a los budas. A mí lo que más me gustó fue la pequeña escultura de bronce (en la foto, que había en una lateral de la Nakamise.

Nosotros, en realidad, nos desviamos del camino habitual y llegamos al templo por detrás, tras visitar una exposición y el Asakusa jinja, santuario sintoísta, a su alrededor, con bonito lago y donde los monjes ofrecían tazas de té (en la foto Susan disfrutando de sub taza, relajada ante el lago del jardín del templo). No recuerdo como se llamaba este segundo templo ni el título de la exposición (entrada en la foto), y eso que aún conservo el catálogo que nos dieron... pero es que una de las primeras cosas que aprende el viajero es que en Japón, como en Corea, apenas nadie habla otra cosa que japonés y coreano, respectivamente. Eso de que hablan inglés es una ilusión, solo una ilusión.

A todo esto, los ji son templos, y los jinja, santuarios, los primeros son budistas y los segundos sintoístas. Coexisten unos al lado de los otros, sin muchos aspavientos, al parecer.

Para entonces, ya teníamos hambre y decidimos buscar un sitio para comer. Casi todos los comedores tienen a la puerta unas reproducciones en plástico, numeradas, con sus principales platos. Son una ayuda, pero Susan y yo les hacíamos el mismo caso que a las guías: las mirábamos al salir, cuando ya era inútil. Lo cierto, sin embargo, es que esa primera experiencia nos salió redonda (en las fotos, Susan disfrutando de la comida y ticket de pago, creo): incluso aprendimos como se dice gambas en japonés, y descubrimos que, si bien es cierto que nadie entiende otra cosa que japonés, la camarera, ya entradita en años, se puso a bailar flamenco y a embestir como un toro cuando consiguió entender que veníamos de España. Comimos muy bien, y creímos que todo iba a ser jauja. ¡ja,ja,jaaaaa!

Como nuestro periplo iba a ser corto, después de comer nos fuimos a coger el barco que nos iba a llevar a Hamarikyu (plano en la foto), el jardín de la familia del shogún Tokugawa.

Los jardines rodeados, salvo por el río, por rascacielos enormes como muestra la foto, tomada desde el Shiodomo, son una fuente de sosiego y tranqulidad increíble, como se ve en la otra foto.

En ellos vimos muchos patos, un pino de 300 años, con muchas muletas para sostener y dirigir sus cansadas y gordinflonas ramas, y nos tomamos, como antaño solían hacer las élites edonitas, un delicioso té en la islita que acoge la Nakajima-no-ochaya. Fue muy divetido y relajante... y relajado, además de bello.

Tras el relajo, salimos a buscar el famoso edificio, bastante en ruinas hoy, de apartamentos cápsula, viviendas individuales de unos 6 metros cuadrados (en la foto), al lado del Shiodomo (foto de detalle al lado), enorme edificio por cuyo ascensor exterior subimos a un piso altísimo (mi vértigo se volvió loco cosquilleando mis huevines) desde el que vimos los alredeores.

Al bajar, nos pusimos a caminar hacia Hamamatsu-cho, camino a la estación de Shimbasi, y luego hacia Ginza, sin parar, donde están las grandes tiendas diseñadas por los mjeores arquitectos, incluyendo Ando, claro está.

Estaban todos los grandes escaparates. Desde la peculiar de Swatch, Omega & Company, con sus ascensores transparentes llenos de relojes (cuantos menos relojes tenía el ascensor, más caros eran, y cuanto más caros a un piso más alto subía el ascensor; Swatch era el que más relojes tenía y no subía sino que bajaba al sótano), hasta Chanel (con un espectáculo luminoso de sombras en toda la fachada muy atractivo; la foto no le hace justicia), Hermés y Bulgari (fotos un poco más arriba), Mikimoto, la de las ventanas tipo casa de Pedro Picapiedra (foto de al lado), preciosa.

También los grandes almacenes Matsuzakaya, Mitsukoshi, Hankyu, Matsuya (en la foto, con escaparte en verde, que cambiaba a otros cinco o seis colores), Printemps... en fin, todos. No pocas fachadas apenas tenían cinco metros de ancho, de alto bastante más; las supergrandes, ocho. Y todas, o casi, tenían en las puertas unas especies de mayordomos, elegantísimos y firmes como un beefeater de la guardia de la Torre de Londres, que solo se movían para abrirte la puerta... bueno, a quien se atreviera a cruzarlas, pues que los precios parecía que iban a asustar (a lo mejor no era para tanto, aunque yo ví un reloj Louis Vuitton que me gustó, aunque no uso reloj hace mil años, y aunque Susan insistía en que me lo comprara me pareció demasiado pagar 39.000 euros, que, más o menos, es lo que costaba).

La de Sony, en una esquina de esas que tienen pasos de cebra diagonales además de los perpendiculares de siempre, se exhibía, en este ocasión, pues parece que los suyo es tirarse el pisto cada poco tiempo con algo nuevo, digo, se exhibía habiendo montado en su fachada una calle, con calzada, bancos para sentarse, jardineras, un coche y personas, unas que subían desde la calle y otras que bajaban desde el tejado, que bailaban y cantaban, mientras las aceras se llenaban de gente mirando embobados.

Y su edificio está en una de esas esquinas abundosas en pueblo y con pasos de peatones en horizontal, además de los corrientes horizontales (foto). A Susan le gustó mucho el show. El lema, como véis, era "A New Way". Dentro, me encantó una pequeña tele la XLE-1, o algo así.

Cuando no podíamos más y los piés dolían no poco, encontramos un bar en una calle trasera donde disfrutamos de unos buenes whiskies antes de volver a casa. Susan en la foto encargándose de los güiskises.

Al día siguiente, y último en Tokio, salimos pitando hacia la Meiji-Jingumau, estación de metro cercana a la Takisita dori, la calle de las niñas punki-frikies, esas que se visten, maquillan, decoran y actúan en plan temático radical.. La estación está a la entrada del parque Yoyogi (foto con los candiles a su entrada), tentador, pero en el que solo nos tomamos un café. También está al lado del estadio olímpico, que tampoco visitamos.

Al llegar a la estación bajamos en paralelo al parque hacia la estación de tren de Harajuku, muy cerquita, frente a la que salía la calle de las niñas. Aunque suele ser cierto eso de que aquien madruga Dios ayuda, en este caso no fue así: era tan temprano que las niñas todavía estaban en su casa desayunándose un pescado asado con arroz agrio, o algo así. Las tiendas sí estaban abiertas, y gente había ya bastante, pero la mayoría curiosos como nosotros.

Así que paseamos por los alrededores y nos entretuvimos en el santuario de Togo (plano en la foto), el almirante valiente. Es una cosa muy sencilla y de muy buen gusto que loa al personaje al tiempo que lo hace humilde. Muy bien. Y claro, con jardines y lagos zen en las proximidades.

Casi hicimos una vuelta completa hasta volver a la entrada del Yoyogi, donde descansamos tomando el té ya dicho.


Cogida energía, empezamos a caminar por la Omotesando, avenida ancha y agradable de caminar con múltiples tiendas de moda chulísimas. Al final, muy lejos de donde estábamos y ya en una zona más estrecha de la calle, está la increíble tienda de Prada, con su facahada de espejos/cristales concavoconvexos romboidales... magnífica, y, a su lado, otra muy distinta donde tiene sus lares Cartier, y otras por el estilo: esta segunda sale mejor en las fotos, pero in situ la primera es la leche y, por dentro, maravillosa...

Extasiados, seguimos caminando. En principio íbamos a coger un metro para ir a no sé donde, pero lo cierto es que seguimos caminando, y caminando, y caminando, y atravesamos Roppongi: en su famoso cruce cerca de la estación homónima cogimos la Gaien-Higashi dori (la embajada española no está lejos; ah, y dori quiere decir calle, o avenida, no sé) y tiramos hacia abajo, hacia la Torre de Tokio

Antes de llegar paramos a tomar un sandwich en un bar occidentalizado... no estuvo mal, ni bien... y vimos a una bitch importunar a un japonés por estarse fumando un puro en la terraza del bar (los japos fuman mucho y en el bar se podía fumar)... la bitch, claro está, era occidental, con pantalocito corto, grandísimas tetas enfundados en un maillort rosa, embebecida en su portátil (solo la salvaba el perrito que la acompañaba y que miraba todo asombrado desde su silla, al lado de la de la bitch... Susan dice que no era una bitch... pero ya lo creo que lo era).

La Torre de Tokio presume de ser unos metrillos más alta que la Eiffel de París, y además la tienen pintada de rojo. Las vistas, claro está, son excelentes.

Al pié tiene un monumento escultórico lleno de perros: dejo su foto al lado por si algún entendido en japonés me puede decir a qué o quién está dedicado.

¡Ah!, y como claramente se aprecia en la foto, desde la Torre de Tokio vimos el original de la Torre Picasso de Madrid, algo más alta y hermosa, y algo menos aislada. Jason y Laura nos dirán quien es el arquitecto que la diseñó. Parecía que estaba al lado, pero al bajar de la Torre no tuvimos energías para buscarla.

Tras el asombro visual de la asombrosa ciudad vista desde la Torre seguimos bajando, atravesando un parquecito, y, como no habíamos tenido bastante, cogimos el metro en Akabanebasi y nos fuimos hacia Shinjuku, donde están todos los edificios públicos (alcaldía, que en realidad son 21 alcaldías que dependen del primer ministro directamente, asamblea, ...) y grandes hoteles y magníficos y enormes edificios de compañías. También es la zona preferida por los salary men (es decir, los oficinistas) para cogerse maravillosas y rápidas cogorzas al salir del trabajo, cuando aprovechan para disfrutar del karaoke con sus jefes.

Por aquí abundan también las tiendas de electrónica (Susan en la foto a las puertas de una de ellas), aunque creo que no es su principal mercado, y los locales ultra-mega-tera-giga-ruidosos (en realidad son más ruidosos que todo eso) donde la gente se emboba delante de unas máquinas por las que caen unas bolitas, que van perdiendo o acumulando, según el agujerito por el que deciden colarse, por kilos... y que luego cambian por regalos... que en la trastienda vueleven a cambiar por dinero (al parecer está prohibido el juego con premios en metálico). A este juego lo llaman Panchinko, o algo así, y es inimaginable que nadie pueda aguantar dentro de esos locales. Si váis a Japón, no os lo perdáis.

Lo cierto es que en medio de tanto mogollón Susan y yo no enconrtramos un local en el que nos apeteciera tomarnos un whisky, o dos, así que nos volvimos a Shibuya y antes de meternos en la cama hicimos otra visita a nuestro templo de la tempura: Otra vez estuvo delicioso. Y de ahí a la cama, que al día siuguiente teníamos que coger temprano el shinkashen a Kioto. ¡Bye, bye Tokio!

En tren, a Kioto, a 600 km., se llega a la Estación de Kioto, en el centro sureste de la ciudad, y se tarda poco más de dos horas. Desde Tokio, se sale de la Estación de Tokio, claro está, a la que desde Shibuya, donde nosotros estábamos, se tarda, por tren mejor que por metro, poco mas de 20 minutos, algo más con la llegada a la estación y compra del billete. Dada mi impaciencia natural, Susan y yo llegamos una hora antes de lo previsto, lo que aprovechamos para coger un shinkasen anterior, con salida 45' más tempranera. Los tres (algunos más) vagones delanteros de todos los shinkasen, que salen cada 10'-15', más o menos, son para viajeros sin reservas: y si tienes reserva para un tren, puedes usar el billete para viajar en otro sin reserva, si es que hay asientos disponibles en esos vagones.

El trayecto, con sus muchísimos túneles, permite apreciar el esfuerzo que la ultramontañosa orografía de la zona ha exigido para su construcción. El viaje Tokio-Kioto es de lo más interesante: además de permitirte ver algunos pueblos, más o menos rurales, si el tiempo acompaña incluso puedes ver el Fujijama... y durante las dos horas que dura, descansas de las diarias caminatas y coges fuerzas para las que se avecinan.

Kioto

Kioto en realidad son dos Kiotos. Es una de las pocas ciudades del Japón que no fue destruida por los bombardeos de la II Guerra Mundial: al parecer un francés convenció a los useños que merecía ser respetada... aunque al parecer los nipones no se hacen penas de reconstruir sus santuarios, vamos que los valoran igual, entre otras cosas porque como son de madera salen ardiendo cada poco tiempo, y mejor no hacerse mala sangre.

Decía que hay dos Kiotos: uno formado por los jardines, centro de templos, santuarios y casas, de apariencia más tradicional; el otro, la ciudad moderna de provincias (bueno, provincias tipo Japón, claro) en la que se pierden desperdigados esos jardines de la primera. Obviamente, vistamos parte de la primera... viajando por la segunda, y fue muy divertido.

La ciudad nos recibió con la misma deliciosa temperatura de 23º pero con una suave lluvia que realzaba todos los musgos, árboles y plantas de los jardines y que, gracias a Dios, no nos abandonó durante toda nuestra estancia.





Llegamos a Kioto el 24 de octubre... que resultó ser el aniversario de la fundación de la ciudad a finales del siglo VIII, en el año 794. Y, para nuestra suerte, eso quiere decir el día del Festival Jidai Matsuri, cuando, entre otras cosas, media ciudad se viste de japonés clásico y organizan unas procesiones que salen del Palacio Imperial (nosotros no lo acabamos de visitar) y dan una pequeña vuelta hasta llegar al santuario Heian. Las procesiones están organizadas por cofradías, como las sevillanas, cada una dedicada a una época dinástica del Japón (en una foto, los shogunes y guerreros y, en la otra, los personajes de la vida diaria, ambos de la época Muromachi, de mediados del siglo XIV a principios del XVI).

Todas las procesiones compiten por reproducir minuciosamente los distintos personajes, vestuarios y símbolos de cada época: maravilloso (en la foto unas geishas que nos encontramos más abajo, en el santuario Yasaka, al sur del parque Maruyama, cuando se dirigían a su cofradía antes de la procesión). Susan les hizo fotos, a las procesiones, no a estas geishas, subida en una mesa de un Lawson, algo así como un popular Seven Eleven japonés. Tenemos un catálogo (de donde hemos sacado las dos fotos de más arriba), que nos costó casi nada, que reproduce con detalle preciosista cada una de las comparsas. De vez en cuando un shogún del siglo IX descubre a su sobrina entre el público y se acercan con júbilo para saludar y que les hagan las fotos familiares de rigor. No les vi detener los pasos ni oí cantar saetas, pero igual sí lo hacen. Lo que sí hacen es separar prudentemente a las cofradías, no vaya a ser que los de un periodo se líen con los del siguiente y se acabe la paz.

Así, nuestra entrada en la ciudad fue inmejorable (en la foto Susan paseando por una de sus preciosas calles cerca del Palacio Imperial). Y luego transcurrió inmejorablemente. Visitamos, para sorpresa de nuestros hijos, casi todo lo que nos recomendaron, no todo, y aún visitamos algunos sitios maravillosos de los que ellos no habían oído ni hablar. Nos perdimos, por ignorancia, la ciudad próxima de Nara, donde los ciervos son los amos de los templos: cuando Lidia me narró su visita a este pueblito me dió pena habérmelo perdido... pero espero que algún día la vistemos juntos. También dejamos de visitar, por falta de tiempo, el Palacio Imperial, como ya he dicho... y otras muchas cosas, claro está.

Tenemos que volver, no queda más remedio, en una visita más sosegada. Puede incluso que nos hagan falta más visitas, quien sabe.

Una noche nos quedamos en un hotel japonés clasico, llamados riokan, el Yashiyo, a la entrada de los jardines del Nanzenji, pegando al canal que lleva al templo de Heian, y que además de algún puente majestuoso, y de abundantes patos, tiene unos jardines a su alrededor para pasear que tienen mensajes muy inteligentes, como se ve en la foto; la otra noche dormimos en la habitación 1312 del hotel Mystays.

Nuestra estancia en el riokan merece comentario aparte (más abajo). El Mystays Kioto Shijo, en la Shijo dori (plano de situación de este hotel en la foto; Tel. 075-283-3939), es un hotel moderno, conveniente, céntrico, muy de hombres de negocios, esto es, habitaciones pulcras y con todo, desde internet a plancha y demás, muy correctas pero pequeñas. Solo dan desayunos japoneses, pero en recepción, que está en el piso segundo, te recomiendan algunos sitios no muy lejanos donde tienen desayunos europeos, más o menos.

Incluso te dan un mapa para indicarte donde están... mapa, claro está, con todo escrito en japonés. Está bastante bien ubicado, bastante próximo a la zona de tiendas y centros comerciales (nosotros nos paseamos el barrio una madrugada y fue delicioso): para ubicarte, también te dan un plano con las principales tiendas y demás... también todo en japonés. Nosotros estuvimos en la planta 11: siguiendo el espíritu que se respira en la ciudad, en el rellano de cada planta, frente al ascensor, tienen un jardín seco enano, con un rastrillo, para que cada uno, al pasar, se entretenga trazando líneas y círculos zen: la verdad es que era de lo más agradable y entretenido.

Nuestro periplo jardinero templario empezó (1) por los alrededores del templo Heian, que apenas visitamos (foto del templo en blanco y negro y de su pórtico adintelado en color).

No llegamos a adentrarnos en este complejo de templos, pero si anduvimos por las proximidades, con preciosas calles acanaladas y mansiones y templetes por cualquier lado.

Estábamos empezando a conocer Kioto y nos apetecía más deambular que meternos directamente en templos y así. Todo está lleno de cosas interesantes, y hay tantas que te da miedo perderte lo mejor. Pero sí entramos en los jardines Yuzen (fotos al lado), a la entrada del templo Shoren-in, ya camino de Chion-in, creados en memoria Yuzen Miyazaki, fundador de una empresa homónima dedicada al tinte de textiles, industria de lo más tradicional en Japón. Quiero recordar que uno de los mejores teñidores de telas ha sido declarado Tesoro Nacional, ya sabéis, ese honor que los japoneses reconocen a algunos de sus más eximios maestros.

En el centro del estanque Potalaka, la montaña sagrada en el Mar del Sur, de estos jardines está la bella escultura de Seikannon, un bodhisattva, alguien que puede alcanzar la iluminación pero decide quedarse entre los mortales para ayudar a otros a alcanzar el nirvana (en la foto).

En el jardín también hay dos casas del té, llamadas Karokuan y Hakujuan (en las fotos). El paso hasta ellas estaba cerrado, pero no lo bastante cerrado para disuadir a mi querida Susan, claro. No se conformó con investiagarlas, sino que acabó encontrando una salida secreta del jardín que, luego, nos permitió ahorrarnos un montón de escalones. Claro que solo tuvimos que, además de vadear puertas cerradas, saltar aluna vallita de ná.

(2) Chion-in (en la foto verdosa ticket de entrada con la estatua de Honen (1133-1212), fundador de la secta Jodo Shu); Shoren-in, levantado a finales del siglo XIII, también conocido como el palacio Awata y en su día sede del abad imperial de la secta Tendai del budismo Mahayana; el sintoísta Yasaka-jinja, que data del año 656 y es muy popular, dicen, como lugar de celebración del año nuevo japonés; y sus alrededores.

Están todos en el parque Maruyama, o en sus proximidades, con jardines y lagos y santuarios donde echar monedas y tocar las campanas de la suerte y cosas así. No los "visitamos", pero paseamos por el parque y los 'vimos' y disfrutamos, como muestran las fotos de un poco más arriba. En la que está Susan, y en la de al lado, se ve al fondo la Sala Amida, donde se exhibe la estatua de Amida Buda. Aquí al lado, en la foto de tonos naranjas, el santuario de Yasaka, con sus campanas de reclamo propagandístico.

No os podéis imaginar lo majestuosos que son los vanos de ese pórtico (de 24 por 50 metros) a Chion-in que se ve en las fotos, y al que llaman San-mon, construido en 1621 por Hidetada Tokugawa, y lo grandiosos que son esos pilares de madera que lo sostienen, y a cuyo lado la gran Susan parece tan pequeñina. Chion-in, levantado por primera vez en 1234 (lo de hoy data del siglo XVII, creo) es uno de los principales centros espirituales de Japón, y sede de Jodo (Tierra Pura), secta del budismo japonés fundada en 1175 por Honen y aún hoy la más popular.

(3) Kiyomizudera (el Templo del Agua Clara o del Agua Pura), templo principal de la secta budista Hôssô, perteneciente al Tendai, escuela japonesa del budismo Mahayana), en honor de Kannon Busatsu, la bodhisattva de la Piedad y la Compasión, bastante popular. Fue construido originalmente, al parecer, por el monje Enchin en el año 778, aunque la mayor parte de las edificaciones que hoy vemos, como la mayoría de las que hay en todo Japón (¡ay guerras y fuegos!), son reconstrucciones, en este caso de mediados del sixglo XVII .

En las fotos, aquí al lado, en rojo la entrada al recinto, que muestra bien la balconada sobre vigas de madera del templo, que se asoma al bosque, en las otras fotos, que mágicamente incorpora y hace suyo como si le perteneciera; también el tejado

Nosostros llegamos al templo en taxi, después de alcanzar sus proximidades andando bajo la lluvia, en este caso bastante intensa, pero se acercaban las 4 de la tarde, hora de su cierre, y al final no nos quedó más remedio que optar por motorizarnos. Estaba abarrotado, pues era día festivo en los colegios y había millones de niños.

Y llovía mucho, como ya he dicho, lo cuál le daba un aire de lo más adecuado. El entorno, elevado en una colina, era muy espectacular, con jardines y bosques magníficos; el templo probablemente también, aunque a mí me costó apreciarlo por la marabunta que nos rodeaba.

Para entrar recorres los paseos Ninnen-zaka y Sannen-zaka y pasas bajo el Nio-mon, el pórtico de los reyes Deva, que representan las enseñanzas completas del budismo, y que junto a los koma-inu, los leones coreanos, protegen al templo de los demonios.

Uno de los santuarios de este complejo es el Jishu-jinja, dedicado a Okuninushino-Mikoto, dios del amor o, más bien, de los emparejamientos, y tiene dos rocas, separadas 18 metros: ir de una a otra con los ojos cerrados es señal de que encontrarás pareja; si te ayuda alguien es que para lograrlo necesitarás una alcahueta.

Aquí, como en muchos otros templos, había una de esas fuentes donde cobran extra por beber del agua de la suerte (agua pura, agua clara) que llegaba de tres canales de una cascada, la Otowa-no-taki (Son de Plumas). Se supone que este agua ofrece salud, longevidad y éxito en los estudios a quien la bebe con el cazo santoral. Había otras varias fuentes de la fortuna, entre ellas una preciosa con un dragón, pero solo en la del Son de Plumas cobraban.

Al acercarnos a esta fuente íbamos detrás de dos geishas monísimas, entretenidas y divertidísimas bajo la lluvia en arreglasre el tocado la una a la otra (aunque algo desenfocadas, ahí están en esa preciosa foto robada).

Y también es aquí, casi llegando a esta fuente, donde unas niñas de unos 12 años me pidieron si su papá podía hacerles una foto conmigo (ese tipo raro, el blanco europeo un tanto gordinflón): os sorprenderá, pero mi hizo mucha ilusión. No era infrecuente que los niños japoneses, como los coreanos, divertidos nos miraran así, como a tipos raros.

Las calles que llevan al templo, situado en una colina al este de Kioto, están llenas de tiendecitas, algunas maravillosas, las Omiyage y algunos riokanes muy enfocados al turismo, pero al estilo japonés .

En una de ellas, Gen-ei-do, Susan conoció a un par de viejitos que le vendieron, y envolvieron con mimo y esmero, unas tazitas de té, con unas caritas pintadas al fondo y, sobre todo, algo que venía buscando hace ya unos días: un pequeño tarro con tapa y cuchara de porcelana para poner salsas picantes. En las fotos vemos a lo viejitos, encorvados d etantos años trabajando en mesitas bajas (alguna ventaja tenía que tener Occidente) y el bello papel de envolver de la tienda en el que, además de su nombre nos indica que están en el barrio de Kiyomizu-Shinmichi, en Kioto, claro está, y otras cosas en preciosas letras japonesas, que alguien algún día me traducirá.

(4) Yashiyo Riokan (clica aquí para verlo en GoogleMaps) , nuestro hotel de la primera noche. Esta historia la cuenta Susan. Nada más entrar, nos recibieron un hombre y una mujer cuyo inglés era prácticamente inexistente. De nuestro japonés no digo nada. Antes de enseñarnos nuestros aposentos insistían en explicarnos algo sobre baños de mujeres y baños de hombres. Paco y yo nos miramos extrañados ¿qué pasa aquí? ¿no tenemos baño privado en la habitación? Lo complicaron más a decir que a las 11:30 pm se hacía el “crosing” (a la vez poniendo los brazos cruzados en forma de cruz). Sonaba a cambio de parejas. Al final, nos dimos cuenta de que, como los japoneses no pueden pronunciar la ele, nos estaban diciendo que sus baños japoneses comunes se cerraban a las 23.30 (closing). Los baños eran parecidos a los baños árabes pero con duchas bajas a lo largo de una pared. Los japoneses usan la bañera, más profunda que la nuestra, solo para relajarse. Primero se ducha una y, una vez limpia de todo jabón, se mete una en la bañera muy caliente, para relajarse.

Nuestros aposentos tenían tres partes: una antesala, la sala principal, y una galería que daba a nuestro jardín zen privado. También tenían su baño privado.


Así que, después de salir limpísimos y relajados del baño común, y de vuelta a nuestra habitación, nos vestimos de kimono y uwagi (la chaquetilla que se sobrepone al kimono como abrigo), nos sentamos en unos cojines en el suelo y empezamos la cena. Una geisha, a veces dos, nos trajeron cada plato (hubo como 10 platos) por separado: la “geisha” llamaba a la puerta, hacía una reverencia, se arrodillaba y nos servía. La verdad es que te hacía entrar totalmente en el ambiente. La comida en sí fue otra historia porque unos somos más atrevidos que otros con los gustos y cado uno sacamos distintos sabores de lo que trajeron. Después de cenar, mudaron la mesa baja a la antesala y nos prepararon la cama de futones. Era bellisimo estar tumbada en aquel ambiente mirando el jardín zen mientras caía una lluvia suave.

Por la mañana desayunamos a las siete para aprovechar el día: desayuno japonés que daba arcadas a Paco. La verdad es que mirar un pez marrón y seco partido por la mitad con unos ojos plateados a esas horas es poco apetecible. El desayuno japonés es como cualquier otra comida: sopa, pescado, arroz (muy pastoso) y luego algo de fruta.

Así dimos por finalizada nuestra “vida tradicional japonesa”. El hotel era muy caro y algo decadente (en la recepción había una foto de John Wayne de joven dedicada a su estancia allí) pero para nosotros fue una experiencia preciosa.

Vuelve a escribir el escribano habitual. Como se deduce del relato de Susan, además de sus otros alicientes, este hotel permite adelgazar: a mí me sirivió, desde luego. Ya en Madrid recibimos un email del hotel agradeciendo la visita y deseando vernos de vuelta.

(5) Daitoku-ji, el el templo principal de la secta Daitokuji de la escuela Rinzai del Budismo Zen, levantado a principios del siglo XIV por Shuho Myocho en el distrito de Kita. Tras su destrucción fue vuelto a levantar por Ikkyo Sojun en el siglo XV. En realidad preside un conjunto abundante de subtemmplos. Durante los siglos XVI y XVII aparece vinculado a los maestros de la ceremonia del té, Sen no Rikyu y Kobori Enshu.

El día que lo visitamos habíamos madrugado muchísimo de forma que sobre las ocho y poco ya estabamos a la puerta de este complejo de templos. Casi todo estaba cerrado, pero podías pasear por todos lados y la mayoría de los jardines exteriores se podían visitar y desde luego pasear entre unos y otros era delicioso. Como véis en las fotos, Susan paseaba con su paraguas transparente, más que nada por oír el sonido de la suave lluvia, que llenaba las alberquitas y alegraba al musgo, e incluso al corazón del tronco partío.

Vimos como los jardineros se encaramaban a los pinos, sin aparejos ni sujecciones, y les arreglaban el ramaje, dejándolos como el pelo de los caniches con peinado de concurso.

Desgraciadamente no pudimos visitar el jardín que más nos interesaba, Daisen-in, un jardín seco de rocas que dicen muy bonito. Tampoco vimos el jardín miniatura de Ryogen-in, dicen que el más pequeño de Japón.

Tampoco vimos por dentro, sí por fuera, Koton-in, espléndido, dicen, por sus celebérrimos arces (como el de la foto en pleno momiji) y su espectacular musgo: las visitas son entre 7 y 8 de la mañana, menos un día, Susan quiere recordar que los lunes, y hay que pedir hora llamando a un teléfono. Intentó liar a un jardinero que pasaba por allí... pero éste, con paciencia, se deshizo de larrubia.

Son visitas que nos han quedado pendientes.

Aquí vimos varios monjes simpáticos (no creáis que se dejan ver tanto,) yendo a sus cantos y tareas. Y tenían varios templetes a los que no dejaban pasar. También vimos enormes bambúes.

A esa hora de la mañana todos los pájaros estaban contentos y cantando, pero dominaban descaradamente los graznidos de los enormes cuervos que, sin apenas dejarse ver, pero sí oír, estaban por todos lados... ya sabéis que el sabio Carlo, que ha convivido con alguno suelto en su casa, sostiene absolutamente convencido que son animales inteligentísimos (no recuerdo si incluso sostiene que son los más inteligentes).

(6) Rokuonji-Kinkakuji. Kinkaku-ji, templo del Pabellón Dorado, es el nombre popular, el formal es Shariden, de uno de los edificios principales de Rokuon-ji (templo del Jardín de los Ciervos), de la escuela Rinzai del budismo Zen. El edificio es un pabellón de paredes recubiertas de oro fino que funciona como shariden, relicario, de las cenizas de Buda (en una foto Susan en el pórtico de entrada; en la otra musgo que recubre uno de los pinos que hay delante de las taquillas).

Está construido sobre palafitos en el borde de un lagito llamado kyöko-chi (Estanque Espejo) y rodeado de un maravilloso entorno de musgos y árboles ideal para pasearlo lentamente, kaiyu-shiki. Aunque lo cierto es que el lagito no es tan pequeño, pues que incluso tiene varias islitas, unas mayores y otras más pequeñas, a las que puedes caminar o nadar... en verano y si te atreves, claro.

El pabellón tiene tres pisos, cada uno de un estilo: el primero, llamado Hô-sui-in, es Shinden-zukuri, estilo palatino; el segundo, llamado Chö-on-dö, es Buke-zukuri, o estilo de casa Samurai; y el tercero, llamdo Kukkyö-chö, es Karayö, esto es, estilo de templo Zen. Los pisos segundo y tercero son los que están cubiertos con pan de oro sobre lacado japonés. El tejado lo remata un fénix chino, también dorado.

El terreno sobre el que se levanta el templo fue en su día, siglo XIII (desde 1220), cortijo de Kintsune Saionji y su familia, relacionados con los Fujiwara, también mencionados en este blog, pues de ellos fue el templo, antes de ser templo, claro está, que visitaríamos a continuación. Como se vé, desde antiguo las cosas suelen quedarse en casa, entre unos pocos, sobre todo cuando se habla de aristócratas, los mejores, como todos sabemos.

Se levantó a finales del siglo XIV como residencia del shogún Yoshimitsu Ashikaga y, a diferencia de casi todos los demás templos kioteños, éste sobrevivió intacto a los fuegos y guerras que han asolado los monumentos de Kioto... hasta que en 1950 un monje perdió el zen y lo incendó. Mishima nos cuenta que si bien habían sido frecuentes los fuegos, que se propagaban con rapidez, y los destrozos causados por las guerras, nunca hasta entonces había habido incendios provocados.

El pabellón que ahora vemos es una reproducción exacta de 1955. Dicen que este pabellón es un tesoro japonés, creo, y lo cierto es que tiene su cosa. Desde luego su lago es espléndido, y muy delicado el templo y su ubicación sobre el agua, y serenísimo y bellísimo el entorno. Quizá sea adecuado a esa delicadeza el pan de oro con que recubre sus paredes.

Detrás del pabellón, un poco apartada y elevada , hay una deliciosa casa de té, Sekka-tei, donde tienen un pequeño santuario dedicado a una letra escrita. ¿Alguien sabe que se venera ahí? ¿Será la sagrada sílaba OM? ¿Y qué tiene de particular el pliego escrito que contiene esa ermita?
A escasos metros del Pabellón hay otro de esos pinos de más de trescientos años, Rikushu-no-matsu, como el que vimos en Tokio, aunque éste es más pequeño y parece más sereno, como si hubieran controlado mejor su crecimiento y le hubieran mimado siempre (en la foto la casa de té y el pino delante de ella). Como se vé en otra foto un poco más arriba, también aquí, como en tantos otros sitios, hay incentivos para buscar la suerte... a cambio de monedillas.

Ya cerca de la salida hay un pequeño santuario, conocido como Fudödö, acoge la piedra guardiana Fudö-myöö (Acara). En cualquier caso, no estoy seguro de que estemos hablando del mismo lugar.

A lo mejor nuestra parcial decepción estriba en que coincidimos con 50 mil niños japoneses y cuatro mil italos-germanos-americanos, vaya usted a saber, y fue una de las visitas menos relajantes de las que hicimos. A lo mejor influyó también que ya anticipábamos excitados nuestra próxima visita, Ryoan-ji, al que enseguida nos fuimos andando (en la foto, carácteres japoneses de la entrada al templo). Un ejemplo de la afición de los japoneses por jugar con la fortuna, como en todos lados, con monedillas de por medio.

(7) Ryoan-ji (Templo del Dragón Pacífico), el del famosísimo y sin igual jardín seco (kare sansui) Zen de diseño atribuido al maestro Soami, que vivió a caballo de los siglos XV y XVI, y al que se llega a través de otro maravilloso jardín húmedo que crece alrededor de un gran estanque lleno de nenúfares y de vida (entrada al templo en la foto).

El jardín (1525), de 25 por diez metros, está formado por quince piedras, reunidas en cinco grupos, sobre un suelo de piedrecitas blancas perfectamente rastrilladas, y con un muro perimetral bajo hecho de barro color ocre hervido en aceite, lo que genera unas manchas oscuras idóneas, el que muchos consideran el jardín zen más perfecto que nunca se haya concebido, ideal para la meditación, para lo que fue diseñado. Nunca pueden verse las quince simultáneamente, desde ningún sitio, salvo que puedas mirarlo cenitalmente, claro, desde un helicóptero o algo así.

Pertenece a la escuela Mioshin-ji de la rama Rinzai del budismo Zen, y está situado en una finca originalmente perteneciente a los Fujiwara, aristócratas del Norte kioteño, como vimos antes al hablar de una rama de esta familia, propietarios, en su día, del terreno donde ahora se levanta el Kinkaku-ji. Pero dentro del mismo complejo, en una islita que hay en su estanque, tienen también unp equeño santuario sintoísta, como se ve en la foto de aquí al lado.

Nosotros estuvimos ahí en un día de otoño perfecto, con temperatura ideal y lloviendo suave y constantemente. Incluso aquí, un jardín seco, era importante la lluvia, no solo por hacer que reluciera con un espléndido color el poco musgo que rodea algunos de los grupos de piedras y por dar brillo al arbolado boscoso que rodea el jardín extramuros, sino porque se vé la perfecta utilidad y el perfecto diseño del canal que lo separa del suelo de madera del templo, relleno, el canal, de piedras negras más grandes que las del suelo general del jardín (en la foto), y que permite un sonido agradabilísimo al recoger el agua que con precisión gotea del tejado del templo.

En ángulo recto con el jardín seco, también abierto a la tarima del templo, puedes disfrutar de un suelo de musgo húmedo de un verde vivo hermosísimo... más hermoso aún por la lluvia que en esos momentos lo estaba rejuveneciendo: se le veía gozar como un enano y, claro, tanto gozo era contagioso (ese ala se corresponde con la foto de más a la izquierda; la otra estaba cerca del lago en la subida al jardín). Musgos había muchos, a menudo espesos y magníficos, pero lo cierto es que unos eran muy distintos de otros, familias muy distintas de una misma especie: unos aterciopelados, otros con agujas, unos más verdes, de toda la gama de verdes, otras más teñidos de rojo,...

La llegada al jardín desde la entrada del templo, y la vuelta a la salida, transcurre rodeando un lago precioso, lleno de patos y cisnes y plagado de nenúfares, que cuando pasamos nosotros estaban siendo recogidos, los mustios, por tres hombres trabajando desde una barquita, y en medio de un entorno vegetal húmedo espectacular, incluyendo algunas zonas de musgo simplemente increíbles.

Nosotros hicimos la subida bastante tranquilos, pero cuando llegamos al jardín tuvimos que compartirlo con al menos otras cincuenta o sesenta personas. Produce una sensación tan genial que te vuelves egoísta y deseas que desaparezcan todos esos intrusos que te impiden gozar en éxtasis de su contemplación.

El efecto que produce el jardín se acentúa y prolonga una vez que lo has dejado. No se difumina en la memoria sino que se acrisola y acentúa su sabor. Tengo la sensación de que haberlo disfrutado es una de esas cosas que te afecta el resto de la vida. Haberlo visto te cambia, o al menos cambia la forma de percibir y sentir algunas cosas, cambia tu perspectiva al comprender que otras cosas son posibles y, desde luego, intensifica eso que ya intuías de que lo menos puede a menudo ser más pleno.

La salida desde el jardín seco te lleva por unos jardines húmedos, casi tan perfectos como el seco, con musgos centenarios, arces, pinos, ... y sigues bordeeando, ahora por la otra media luna, el estanque que habías rodeado al entrar, mienrtas subías. Te despide un naranjo japonés (en la foto)

El jardín, como tantísimos otros sitios de Kioto, contiene otros arcanos, algunos muy interesantes, que quien tenga tiempo puede encontrar sin problemas gracias al omnipresente demiurgo oracular de nuestros tiempos.

Solo por ir a ver este jardín merece la pena viajar a Japón. Yo, al menos, planeo volver, otra vez en otoño, en octubre, y esperando un poco de lluvia, y si puedo también en invierno, cuando la nieve cubra los alrededores.

Nuestro periplo desde Rioan-ji hasta llegar a Fushimiinari fue de lo mejor y más divertido e involucró varios medios de transporte, aunque terminó en taxi. Susan lo cuenta. Yo solo acompaño la foto del envoltorio de una galleta que veréis más abajo.

Susan al habla. Después de disfrutar de Ryoanji, ubicado al nordoeste de Kioto, decidimos cruzar la ciudad hasta el sudeste para ir al santuario Fushimininari-taisya que nos había recomendado Jason por su originalidad. Armados ya con bastante confianza, y con mi compañero/guía de lectura de mapas, vimos que podíamos coger un o unos trenes cuya combinación nos llevaría a la estación de Inari, justo al lado del santuario buscado.

Llegamos a la estación de Ryoanji cruzando calles estrechitas y tranquilas (en las fotos), donde nos cruzamos con algunos perritos, entre ellos el lazarillo que dormitaba a la puerta de un zaguán (en la foto de más arriba) y, aunque sabíamos donde queríamos ir, no teníamos idea de la dirección del tren. Intentamos preguntar y todos muy amables decían con la cabeza que sí que íbamos bien, pero ¿adónde? Si no me acuerdo mal teníamos que coger un tren local hasta un punto y cambiar de tren en la misma estación para coger otro que nos llevaría cerca de una estación de la Japan Railroad, donde cogeríamos uno de sus trenes que, a su vez, nos llevaría a Inari.

Menos mal que estábamos super relajados y disfrutando de todo porque vaya lío. Al subir al primer trencito (en la foto, sonrío sentada en ese tren), hubo una señora mayor con buena pinta que hablaba cuatro palabras en inglés. Nos dijo donde bajar, eran dos o tres paradas, para cambiar de vía y coger el siguiente tren, cosa que ella misa hizo con nosotros (en la foto la estación, con el tren que dejamos a la izquierda y, a la derecha, la vía por la que aparecería el otro).

Al coger el segundo trencito, nuestra providenial guía nos indicó que teníamos que bajar en la siguiente estación, igual que haría ella (en las fotos, ya en este tren, dejamos atrás la primera estación, yo disfrutando del momento, y nuestro conductor atento a las vías poco antes de llegar a destino).

Al bajarnos, nuestra amiga nos indicó la dirección a tomar para llegar, caminando, a la estación de la JR que necesitábamos. Le dimos muchas gracias, nos hicimos muchas reverencias, nos dimos muchas sonrisas, etc.

Al ponernos a andar, Paco se dio cuento de que no habíamos bajado en el sitio adecuado y que estábamos lejos, relativamente, de la estación de la JR. Decidimos coger un autobús para probar, pero no venía el que necesitábamos, y con eso decidimos coger un taxi. En ese momento, aparece como una bala en su bicicleta la señora mayor que nos había ayudado, muy agitada, baja de la bici, hace reverencias. Se había dado cuenta de habernos aconsejado mal. Con las manos juntas, repite “sol-ly, sol-ly,sol-ly” y nos indica el camino correcto. Luego saca de la cesta de su bici una bolsita de galletas de chocolate (que luego Paco devoró con delectación; en la foto envoltura de una de las galletas), nos la da y se vuelve en su bici.

Pero ahí no termina la historia. Al irse ella vino un taxi y lo cogimos para no perder el día (los templos y santuarios cierran muy pronto). El taxi tomó la misma ruta que la señora y nos moríamos de vergüenza. Así que allí estábamos Paco y yo agachados detrás en el taxi como dos idiotas mientras esperábamos un semáforo con la señora de la bici a nuestro lado (nuestro taxista de esa ocasión en la foto).

Por fin llegamos a Inari en taxi y, al pasar, pudimos comprobar que la estación estaba pegada al santuario; o sea, el plan de Paco, ideado a sugerencia de unos paquis británicos que confundí con nipones, era perfecto, simplemente nos faltaba hablar japonés.

Comentario aparte a propósito de esto: es una sensación muy extraña meter una tarjeta de crédito en un cajero automático y no tener idea de lo que te está diciendo, preguntando, exigiendo, etc.

(8) Fushimiinari Taisya, santuario sintoísta, situado en el dsitrito de Fushimi, y dedicado a Inari, espíritu sintoísta de la fertilidad, las buenas cosechas, especialmente de arroz, la agricultura, los zorros, la industria y el éxito mundano.

Se trata de un sitio donde se han entretenido en colocar miles de toriis por medio del monte que lleva al santuario, formando pasillos porticados, y todos pintados del clásico color para estas cosas, el naranja, y con sus columnas escritas solo por un lado, por la cara que no ves a la ida, y solo lees a la vuelta (salvo que vayas girando la cabeza según andas, claro).

Los toriis son arcos tradicionales japoneses formados por dos columnas cruzadas por dos travesaños superiores, y a menudo coloreadas en naranja o bermellón, que suelen encontrarse a las puertas de los santuarios sintoístas para marcar la separación entre lo profano y lo sagrado; frecuentemente son donación en señal de agradecimeinto de gentes o empresas que han tenido éxito) . Leo por ahí que los reconocerás si has visto al película Memroias de una geisha.

Abajo, al llegar, está el santuario Go Honden y la puerta de Sakuramon. Despúes de subir por las escalinatas bajo los toriis, hay puestos de comida que ofrecen Kitsune udon, una sopa de fideos con aburaage (tofu frito) que toman su nombre de los zorros (kitsune), mensajeros de Inari. Hay numerosas estatuas de zorros, a menudo con una llave (para el granero que conserva el arroz) en sus bocas.

En la montaña hay muchos caminos por los que puedes perderte, a menudo entre bosques de bambúes más o menos salvajes. En el santuario principal, en lo alto de la colina, se puede ver el ídolo contenido en el santuario, un espejo, lo cuál es raro en los santuarios sintoístas, pero habitual en los dedicados a Inari.

Algo que no hemos sabido descifrar: a la entrada del complejo, a la derecha al poco de empezar a subir escaleras, y justo antes de llegar a los primeros kitsunes, había una especie de capilla con cristal transparente que apenas era capaz de contener un enorme y espléndido caballo blanco, como el de Santiago Matamoros, tallado en madera (en la foto). ¿Alguien nos lo descifra?

A la entrada de Fushimiinari, o a la salida, según se mire, está la estación de Inari (en las fotos) con paradas tanto de tren como de metro. El mejor camino para ir a nuestra siguiente parada era coger el tren (cuidado con confundirse con el metro, al que se entra de frente al llegar a la estación: para coger el tren hay que subir unas escaleras que salen justo al entrar a la izquierda) en dirección a la estación de Kioto (hay que cruzar la vía) y detenerse en la primera parada, Tofukuji, estación homónima del conjunto templario que queríamos ver a continuación, y que está unos cientros de metros a la izquierda de la calle por la que se sale de dicha estación.

Nosotros nos dejamos aconsejar, en japonés, por la señora que aparece sentada con Susan, y casi nos equivocamos de dirección, pero corregimos a tiempo. Luego quise sacarle una foto a nuestra consejera, a solas, y rápidamente se llevó las manos al pelo y dijo que nones. No me quedó más que soltar una carcajada y pedirle que se sentara junto a Susan. Entonces sí, ambas se atusaron el pelo y me dejaron hacer la foto que véis.

(9) Y llegamos al simplemente espléndido templo, o conjunto de templos, de Tofukuji. A mi gusto, su pórtico, Samnon, de 22 metros en dos alturas, y el templo principal son los mejores que ví por allí, con un volumen y unas dimensiones perfectas, ofreciendo tranquilidad e imponiendo el respeto de la fuerza y la sencillez, de lo contundentemente exacto. El nombre Tofukuji es un compuesto de los nombre de los dos templos principales de Nara, Todai-ji y Kofuku-ji. También lo llaman Enichizan.

Es el principal templo de la escuela Tofukuji de la secta Rinzai del budismo Zen, y uno de los cinco templos Gozan (principales) de Kioto, construido en 1236 durante el período Kamakura, aunque tras los habituales incendios fue reconstruido en el siglo XVI; Samnon fue reconstruido en 1425. Lo impulsó Kujo Michiie, reconocido hombre de estado, y el lo puso en marcha el monje Ennibennen a quien se dio el primer título de Shoichi Kokushi (monje nacional).

A diferencia de los otros templos que visitamos, estos casi los vimos solos, con muy pocos visitantes, aunque coincidmos con el final del rodaje de una película de japoneses, de esas muy japonesas, con la chica muy geisha guapísima y el malo con aspecto muy imperialmente malo... magnífico todos y todo. Estabamos realmente solos, pues que, cuando nos acercábamos al templo principal, después de haber visto algunos subtemplos, se nos acabaron las pilas de la cámara de fotos y pudimos dedicarnos a gozar plenamente... eso sí, aquí no os podemos ofrecer fotos propias de las maravillas de las que os hablamos... no os queda otra que ir a verlas por vosotros mismos.

En la foto de árboles frondosos de aquí al lado (entrada a uno de los jardines) se adivina el mirador del Puente al Cielo, Tsuten-kyo, precisamente donde estaban rodando la peli. Cruzarlo cuesta dinero, pero produce una sensación agradabilísima y, además, da paso a uno de los cuatro maravillosos jardines zen del complejo. De hecho hay tres puentes que cruzan un barranco frondoso de arces espléndidos - con un colorido cambio de color de las hojas en otoño, conocido como momiji. Nosotros bajamos al barranco, y subimos por el otro lado, y pasamos el Puente al Cielo en nuestro camino de vuelta. Uno de los otros puentes, paralelo al del Cielo, es uno de los accesos al complejo, por el que nosotros llegamos; el otro puente tiene la entrada escondida tras el Hôjô.

En la foto de al lado, la entrada al Hôjô (Abbot's Hall), edificio que contiene uno de esos magníficos jardines de este complejo (no se cobra por vagabundear por los templos, pero sí por entrar en los jardines), el Jardín Hassô, jardín zen moderno pues fue diseñado en 1939 por Shigemori Nirei, reconocidísmo paisajista de la época.

La entrada ofrece una vista de su jardín del Sur, con cuatro grupos de rocas representando a las islas Elíseas, Eiju, Horai, Korio y Hojo, sobre un suelo de piedrecitas representando a Hakkai, los ocho mares bravos, y unas colinas de musgo verde, símbolo de Gozan, las cinco montañas sagradas. Junto al del Sur, Hassô tiene otros tres jardines, de distintos estilos, uno en cada uno de los otros puntos cardinales, el único en Kioto con esta carcaterística: al del este se le conoce como Hokuto-no-niwa, por Hokutoshichisei, la constelación del Gran Oso; al del oeste como Seiden'ichimatsu. Los cuatro jardines representan a Hassô-jodô, los ocho aspectos de la vida de Buda: Hôrai, Hôjô, Eijû, Koryô, Hakkai, Gozan, Seiden'ichimatsu y Hokutoshichisei.

El complejo tiene otros maravillosos jardines zen, muy distintos entre sí, y múltiples templos auxiliares (en total tiene 24), también encantadores. Nosotros nos quedamos sin pila en la cámara de fotos, así que... los disfrutamos mucho mejor, pero no tenemos recuerdos más que en nuestra memoria.

Al entrar en uno de esos templos secundarios, Reiun-in, te encuentras con tres figuritas de unos budas rientes: en realidad parece que más que riéndose se están mofando de cualquier cosa.

Reiun-in tiene otro precioso jardín (como véis de este sí tenemos fotos, pues fue el primero que vimos de este complejo, cuando aún le quedaban pilas a la cámara) cuyo original databa de finales del siglo XIV, aunque fue reconstruido en 1970 por Mirei Shigimori siguiendo un viejo cuadro que supuestamente representaba el original.

Nuestra visita a este pequeño templo-jardín, en el que estuvimos auténticamente solos, apenas unos momentos nos acompañó una chica japonesa, fue sencillamente deliciosa y serena. Como véis en las fotos, los suelos de madera y tatamis limpios de casi todo, y la absoluta soledad, el frescor agradable y la llovizna que nos acompañaban parecen hechos para darte bienestar. A nosotros nos lo dieron, desde luego.

En un rincón del templo, pegado al jardín del lado opuesto al de las fotos, tenían el cuadro del tipo malencarado, ¿o es triste?, que véis en la foto. El jardín, con su santa piedra central rodeada de arena blanca formando círculos a su alrededor, junto a una pequeña colina en miniatura con tres piedras formando una cascada, parece que pretende expresar, según se lee en el folleto que te dan con la entrada, el verdadero aspecto del gran universo.

También nos dió tiempo a vistar (y sacar fotos) de otros dos templos secundarios. El primero, Taiko-an, fundado en 1346 por el 43º abad de Tofukuji, destruido en la Guerra Onin, y relevantado en 1599 por el monje guerrero Ankokuji Ekei. Se dice que en su salón de té se preparó la Batalla de Sekigahara de 1600.

El templo Dojuin se levantó sobre las ruinas del Salón Godaido y guarda la estatua sedentaria llamada Juman Fudo, que representa a Fudo Mych (Inmutable), una de las cinco deidades de Godai Mych, obra de Kosho, hijo de Josho, ebanistas de figuras de Buda, muy venerada por ofrecer protección milagrosa frente a incendios y desastres. Aquí tuvimos la suerte de ver cómo dos perdices japonesas aterrizaban delante nuestro.

De vuelta hacia la estación Tofukuji, al salir del templo, disfrutamos de una deliciosa tempura de pescado y vegetales para llevar que cogimos en una freiduría abierta a la calle. Tuvimnos que esperar a que sirviera a una lugareña que se había acercado con su motocicleta y luego a que nos limpiaran el pescado y lo frieran. Colofón inmejorable a la visita.

Los japoneses son muy dados a las invocaciones a la suerte y a las peticiones. Por todos lados, se ven papelitos de la fortuna (o-mikujis), buena o mala, que se venden, atados a los árboles o pinchados en paneles con deseos o maldiciones, o fuentes con unos cazillos delante con los que beber del agua de la buena fortuna (en no pocos templos por dejarte hacer eso cobran aparte), y lugares para encender velas a los budas, o para encender inciensos, que luego tienes que abanicarte hacia tí con las manos, o sitios donde echas unas monedas a los budas y luego agitas estrepitosamente unas campanas (recordando a los demás, esto es, haciendo propaganda de que existe eso de dar dinerito a los budas que facilitan cosas), o taxistas que te dan tarjetitas de la suerte (cuando gastas más de por dinerillo con ellos), ...

En las fotos algunos ejemplos de todo esto, incluyendo una con Susan agitando la campana tras echar las correspondientes monedillas en la Yasaka-jinja; la tarjetilla de la suerte, incluido un trébol, que te dan los taxistas cuando te has gastado más de tanto con ellos; los paneles y templete con ofrenas votivas, o-mijukis, en el parque Maruyama, entre Chion-in y Yasaka; la foto de las niñas en uniforme de colegio está tomada en los jardines del Pabellón de Oro.

También el panel de tablillas votivas y otra foto de Susan delante de un panel con o-mijukis, ambas a la entrada de Fushimiinari.

Mis visitas preferidas en Kioto han sido Ryoanji, Tofukuji y Daitokuji, lo más Zen, aunque todo es bastante zen.

Ya en nuestro último día, más bien mañana, en Kioto, y en Japón, madrugamos, con gusto, y paseamos la ciudad, apenas despierta, por su parte más comercial. Susan lo cuenta.

El viernes salimos a la calle a buscar un desayuno con café y algún bollo (en el hotel sólo había desayuno japonés) y terminamos desayunando en Holly’s Kitchen. Estábamos solos excepto por la única persona un poco gorda que vimos en todo nuestro viaje – ella se atiborraba de bollos y té.

Con un café en el estómago empezamos a deambular por las calles, llenas de pequeñas tiendas, todavía cerradas. En el mercado de Nishiki, una maravilla, estaban terminando de montar los puestos y ¡vaya selección de alimentos!... especias, pescado (seco, fresco y vivo), todo tipo de verduras (limpísimas, y las verdes con las hojas por separado), setas y champiñones (vimos un tipo de champiñón grande que valía 2.000€ el paquete, no muy grande), frutas, pasteles dulces y picantes...

Al salir del mercado, encontramos lo que parecía un pequeño cementerio metido en medio de la ciudad. Las tiendas empezaban a abrir y entramos en una que me interesaba para un regalo a una amiga. Era pequeñísima, con una escalera subiendo a la izquierda del fondo y unos 12 o 15 pares de zapatos al lado en el suelo. Como todos se quitan los zapatos antes de entrar en casa, no podíamos imaginar cómo tanta gente podría vivir en un espacio tan limitado. Tanto en Kioto como en Tokio las casas son muy pequeñas: muchas tienen el garaje bajo la casa, abierto a la calle y de poco más altura que el propio coche (nada de todoterrenos o cosas así), y la casa es poco mayor.

Regentaba la tienda un matrimonio muy mayor que nos atendía atentamente. Y con señas y gestos nos hicimos entender. En la foto de al lado, se me ve riéndome con la señora porque no sabía lo que había en una botellita y, como no entendía nada de lo que me decia, lo olía para averiguar qué era y eso le hizo mucha gracia.

Seguíamos andando y mirando despertar a la ciudad bajo la lluvia. Debe llover bastante en Kioto porque la gente se maneja de maravilla con su bici y su paraguas a la vez.

A eso de las 11:35 teníamos que coger un tren para el aeropuerto de Kioto-Kansai, al lado de Osaka, desde donde saldríamos para Seúl. El tren lo debíamos coger en la estación de Kioto. Optamos por el taxi... pero, increíblemente, el taxista estuvo a punto de dejarnos en la estación de autobuses, que está cerca, pero cargados y todo... menos mal que Susan se dió cuenta.

Fue un poco lioso lo de la estación, más que nada por lo difícil que es moverse cuando no entiendes nada de lo que lees, ni siquiera lo puedes adivinar por alguna letra, y es casi imposible encontrar a alguien con el que te puedas comunicar. En fin, como llegamos con tiempo de sobra, tras un poco de stress lo resolvimos y conseguimos llegar al andén adecuado, e incluso tomamos un tren anterior.

Y, claro, llegamos al aeropuerto con mucho adelanto. En Kansai todo fue más fácil. El aeropuerto está en lo que parece una isla (al fondo en la foto tomada cuando nos acercábamos en el tren; en la otra foto Susan habla con Jason, que nos había llamado preocupado por si nos habíamos perdido, mientras pasea por el aeropuerto). Aproveché para comer algo e hicimos alguna compra, no gran cosa, más que nada por entretener la espera.

Como en la nueva terminal de Barajas, tienes que coger una lanzadera que te lleva desde el edificio principal de la terminal al satélite donde están las puertas de embarque (en la foto).

Pero como son previsores, para intentar que no te pierdas te dan un plano, en japonés, claro está, explicando cómo llegar a las puertas de salida y una advertencia, ésta sí en varios idiomas, sobre el tiempo mínimo que tardarás en llegar (en las fotos). Parecen cosas sencillas, pero insisto, no lo son tanto, especialmente si llegas exhausto.

Como hace tiempo dijimos ya, volamos con JAL. Y esta vez pudimos volar sentados juntos, que a la ida no hubo manera.

Como véis en la foto, la puesta de sol entre nubes durante el vuelo fue muy atractiva. Para cuando llegamos a Incheon era de noche... y aún teníamos que coger el autobús a casa... en hora punta. Jason y Laura nos esperaban, trabajando, y nos volvieron a mimar, en cuanto pudieron escaparse del trabajo. Fue muy de agradecer- También lo fue pillar las camas (excelentes) esa noche.